Cuando yo tenía dieciséis años, mi familia tenía la gran fortuna de viajar a México durante las vacaciones de la primavera. Dejamos atrás las temperaturas heladas de Minnesota y nos saludaron los rayos del sol cálidos de la costa Pacífica mexicana. Como un antecedente de Air B&B, mi papa hizo un acuerdo favorable con el amigo de un amigo para alquilar un lugar en un complejo turístico bonito, Las Hadas. (mira la tarjeta postal de época arriba) Era nuestra primera salida del país como familia y la primera ocasión para hacer vacaciones en un lugar caliente juntos en el extranjero.

Mi hermana disfrutamos del sol en companía de otros jóvenes. El tiempo vago pasamos nadando en el mar junto a las arenas negras volcánicas o en una piscina. Lo pasamos bien en la piscina grande que tenía una isla en el centro completo con un bar donde pedimos refrescos o daiquiris vírgenes cobrando el dormitorio. Charlamos, coqueteamos y tomamos el sol con chicos de varias partes de los EEUU y del mundo. Perseguíamos lagartillas pequeñas por las murallas de adobe en los pasillos exteriores del edificio donde quedamos. Estuvimos sin tarea escolar, sin tener que apurarnos para recojer el autobus de la escuela, y sin tener que padecer de las chicas antipáticas de nuestro colegio. Era una semana sumamente relajante.

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“Un Precioso Atardecer en Manzanillo” A Beautiful Sunset in Manzanillo, México por Impresos Permacolor

Nuestra mamá podía tomar un descanso también para leer varios misterios por Agatha Christie, aunque nos preparaba los desayunos y los almuerzos. Por las noches salíamos a comer. Muchas veces fuimos en taxi desde la oficina central del complejo. Al comenzar el trayecto, mi papá le dijo al taxista, vamos a tal restaurante, ¿Cuanto cuesta? Todo bien, ¡pero mi papá no sabía los números suficientes para entender la respuesta, mucho menos regatear en español! Hubiera sido posible comunicarse por señales de la mano, si teníamos la idea de hacerlo.

Lo que pasó era más un juego cómico. El conductor decía, “1400 pesos.” Yo se lo explique a mi papá. El papá me preguntó la palabra 1000. Le dije, “mil.” Papi se lo dijo, “Mil.” El taxista le diría 1300. Lo interpreté para mi papá. El quería decir 1100. Le dije, “Mil cien.” Mi papá estaba al punto de decirlo, pero le interrumpió el taxista y me dirigió la palabra, “¡Lo sé! ¡Lo oí!” ¿Que tal 1200?” Me padre me preguntó, “¿Qué pasa?” Le explique, y le dijo al conductor que sí! ¡1200 es!

Al llegar al restaurante, abrimos las cartas (menues) y mi pruebita de vocabulario empezó. Muy poco de las cartas estaban traducidas al inglés en estos días. Como mis papás y mi hermana sabían bastante francés, “pollo” les parecía fácil como era parecido al “poulet” francés. Aprendieron rápidamente las palabras “puerco” y “pescado”. Para vocabulario adicional, mi mamá me preguntó una palabra como “langosta” y se la traducía, o el papá decía, “cangrejo” y se le explicaba. Pero, habían muchas palabras que yo no conocía, como “parrilla”, “ostiones” o “calamares”. Le preguntaba al mesero nuestras preguntas restantes y mi familia y yo hacíamos adivinanzas informadas. La comida era deliciosa cualquier que fueran los platos que llegaran a la mesa según lo que supimos o no supimos pedir.

Usar el castellano para comunicación era muy divertido; me significaba mucho más que el memorizar vocabulario o gramática. Tres años y medio de clases me prepararon para utilizar el idioma durante aquella semana. Como el más agradable examen final era, o actividad lingüística, con el resultado estimulante de buena comida o un viaje en taxi económico. ¿Que pasaría si fueran tan prácticas las clases de español? ¿Sabrían más personas un segundo idioma?

Una tarde, esperamos una mesa en un bar restaurante. Sentado a nuestro lado era un hombre joven de unos veinte años quien nos dirigió la palabra. Este señor joven mexicano nos preguntaba nuestra nacionalidad y la estancia que duraba nuestra visita a Manzanillo. Cuando se dio cuenta de que yo podía contestarle las preguntas, me habló del todo y la nada. El señor joven me dio un cumplido de mi manero del castellano, que hizo que me sonrojara. En aquel punto de mi jornada lingüística, tenía que pensar mucho y fuerte para hablar el español. Entonces, él me ofreció comprar una bebida. Di una risita y le conté que sólo tenía 16 años. Insistió que me comprara algo de beber, para mostrar hospitalidad. Mi papá le permitió comprarme una Coca-cola. Por mi parte, yo estaba feliz tener dos chaperones porque la intensidad del señor era más que yo sabía navegar a esta edad.

Muy memorable, mi conocimiento del español pareció importante en aquellas vacaciones. Pareció muy obvio, de nuevo, que el castellano era un idioma verdadero, la misma sensación que tenía dos años antes en la Ciudad de México. No era sólo una materia más; era cómo millones de personas se expresan los pensamientos y emociones todos los días. Como intérprete de la familia Cuningham, me sentí más madura. Facilitaba yo su comunicación y el satisfacer de sus necesidades. Después de jugar este rol, volví a Minnesota hablando el castellano con más confianza, más segura de mi misma. Era más la Rebecca que soy, y mucho más “Fake Flamenco” (Flamenco falso); que sigo intentando hasta que yo reciba la comida y la vida deseada en la mesa. ; )

¿Cuales experiencias como un o una joven te hicieron sentir más seguro de ti mismo? O, ¿te enseñó más de tus habilidades y como usarlas? ¿Cuales eran los eventos que te revelaron quien eres tu?

¡Gracias por leer este ensayo! Olé! Rebecca

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